El poeta oscuro

Por Lucía Alonso, alumna de 3ºB-ESO

Divisé en la distancia un loable saludo. Supe que finalmente era hora de aglomerar de la mejor manera posible mi coraje y pensamientos y, finalmente, enfrentarme a la situación.

Aquella era mi casa, sí, pero escondía dentro de ella algo, un secreto que la transformaba en un lugar totalmente desconocido para mí. Y pues, aún siendo Oliver Kennith, el poeta que enfrentaba el mundo con palabras, los más tormentosos de los pensamientos y por tanto, miedos, no me atrevía a ver lo que había dentro.

Todo esto me había llevado a preguntarme: ¿entonces qué hago aquí, observando lo que una vez fue mi hogar en la distancia, mientras me repito hasta que ya empieza a sonar extraño en mi cabeza, las palabras “no entres”? He de aclarar, que no me refiero a esto como una pregunta existencial, pues ya hace mucho tiempo había entrado en aquel agujero y no había sido fácil salir. Tuve que construir mi propia cuerda para salir, asirme a ella lo más fuerte que pude. ¿Pero por qué entraría, en primer lugar? Aquella era una pregunta que ni los más grandes de los filósofos llegaron a preguntarse, a pesar de ese ser, prácticamente, lo que se supone que deben hacer; hacerse preguntas. Había leído sobre Platón y sobre el mundo de las ideas, sobre Sócrates y de cómo murió, pero nunca el porqué.

Volvamos a la situación y daré un poco más de contexto. Eso es, claro, si no es que me voy por las ramas. Oliver Kennith es mi nombre, muchos me conocen, pero a nadie le importo. Y mientras pienso en esto, me acerco a mi casa, paso a paso, lentamente. De repente, algo me hace caer el suelo, después de darme un fuerte golpe en la espalda, y con el transcurso de pocos segundos mudé de semblante.

-¿Qué ocurre?

Lo único que escuché por respuesta fue un relincho y fuertes pisadas contra el polvoriento y desértico terreno en el que nos encontrábamos. Y digo que pasó de ser un “me” a un “nos” porque aquel era Rocinante, mi fiel caballo.

Lo agarré de las riendas firmemente, lo suficiente para no hacerle daño, pero hacerle sentir seguro. A pesar, claro, de que en mi mente todo era un caos. Pero fue él quién me empujaría hacia mi casa, quién me ayudaría a avanzar. Era algo semejante a la simbiosis; yo le daba lo que pedía y él me daba lo que necesitaba. Ambos sacábamos algo de aquella situación.

Paso tras paso, dejábamos alguna memoria detrás, algún miedo. Y así nos fuimos aproximando hasta que, de repente, me enfrentaba a un obstáculo, un muro, un trozo de madera procesada, mi puerta. Pensé en qué habría detrás, qué me estaría perdiendo. Pero si quería descubrirlo, debía abrirla. Debía derribar el muro, mi obstáculo, mi puerta.

Y sí, lo hice. Abrí la puerta.

Una tormenta de papeles me esperaba tras ella, causando un ruido inquietante. Aunque eso era, dependiendo de cómo lo vieras. A veces el ruido del papel agitándose me tranquilizaba, pero en aquel momento, solo me causaba desasosiego. Eso es, porque aquellos no eran simples papeles, eran mis poemas. Mis sentimientos, mis emociones, mis pensamientos, experiencias, volaban desde el salón, por la cocina, hasta llegar al fondo del comedor y luego dar la vuelta hasta acabar en el salón nuevamente. Sin darme cuenta, mi respiración empezó a ser cada vez más fuerte y pesada, y por cada palabra que leía, mi corazón iba un segundo más rápido. ¿Cómo podría acabar ese caos? ¿Cómo podría callar los papeles, y acabar con el tormento? ¿Cómo podría acabar este sufrimiento? La respuesta era sencilla.

Cerré la puerta. Cerré la puerta, y nada más escuché. Esta vez solo fue a coste de parte de mi corazón. Pero quién sabe qué será el precio en el futuro, pues no siempre es tan fácil cerrar una puerta, siendo Oliver Kennith, el poeta oscuro.