Daniela Dávila, alumna de 3º de ESO, Finalista del «II Certamen de Relato Corto» del Colegio Virgen del Mar

Caminando entre sombras rojas

Lo recuerdo perfectamente, me siento prisionera de mi mente, y sé que nunca podré escapar de ese recuerdo, se repite una y otra vez hasta que pierdo lo percepción de la realidad. Ha pasado casi un año, ya no recuerdo cómo era antes de que sucediese, supongo que, en el transcurso de nuestras vidas, llega algo que nos marca por completo, que determina quiénes somos, hacia dónde vamos…

Hoy desperté muy temprano, puede que antes de lo habitual, me deslicé entre las sábanas y mis pies rozaron el gélido suelo. A continuación me calcé los desgastados zapatos blancos, guié mi pesado cuerpo en dirección al baño, rocié mi cara con agua helada, vi mi reflejo en el espejo y una vez más sentí que no era yo misma. Estaba perdida, vagando por algún lugar recóndito de mi mente, buscando mi lugar feliz, buscándome. Comencé a oír un fuerte alarido, como un grito ahogado, me armé de valor, ese que nunca había tenido y lo seguí. Traté, con todas mis fuerzas, de encontrarlo; estaba a punto de alcanzarlo cuando sentí que mi cuerpo se balanceaba lentamente, una voz rugía dentro de mi cabeza “regresa, regresa”, había vuelto a perder el control. Mis párpados se despegaron torpemente, estaba nuevamente en el cuarto de baño, sólo que esta vez mucho más pálida y desorientada. Me giré lentamente y mis cansados ojos percibieron una figura borrosa, me tomé mi tiempo. Logré enfocar la vista, fue entonces cuando lo entendí todo. Era él, el único que parecía escucharme, traía mis pastillas. Día tras día intentaba convencerme de que me harían sentir mejor, que todo estaría bien. Daba igual ya nada podía engañarme, esas acolchadas paredes blancas, no eran parte del mundo real, tenía que encontrar la forma de salir de ahí, pero ¿cómo?, no tenía mucho tiempo, ese lugar me estaba consumiendo, iba a acabar perdiendo la cabeza, no los podía dejar ganar.

Bajé lentamente las escaleras que conducían al salón principal, no pude evitar sonreír, qué ingenua era, cómo pude pensar que las cosas cambiarían. El salón imponente, tan inmenso como frío, desde todos sus rincones resplandecía su pulcro color blanco, cualquiera se atrevería a decir que estaba a las puertas del cielo, aunque todavía conservaba la suficiente cordura para saber que eso no era cierto.

Personas, con un pasado oculto o tal vez olvidado, deambulaban como almas en pena por los corredores y salones. Esquivándolas a todas, conseguí llegar a mi destino.

Allí estaba yo, sintiéndome cada vez más insignificante e intimidada, delante de la majestuosa puerta de madera. Dentro de ese lugar, me parecía que no estaba tan perdida como creía. Toqué la puerta, mis magullados nudillos comenzaron a sangrar, pero ahora que me detenía a pensarlo, ¿cómo me había hecho esas heridas? No quise darle más vueltas al tema, tal vez dentro de la habitación tendría la respuesta. Seguí tocando, esta vez enérgicamente, estaba eufórica, nunca he sido buena controlando mis emociones y cuando las llevaba al límite todo se desmoronaba. En cuestiones de segundos, pasé de la euforia a la frustración, ¿por qué no abría nadie? Justo en el momento en que me decidía a atizarle a la puerta con más fuerza, el oxidado picaporte comenzó a girar, produciendo un chirrido insoportable.

Conté diez personas en total, estaban sentadas detrás de una mesa que desprendía un intenso olor a caoba, apilados sobre ella, varias montañas de papeles se elevaban. Me sentía juzgada y atacada por sus punzantes y ásperas miradas. Una mujer se incorporó y extendió sobre la superficie unas fotografías, luego me pidió que me acercara. Al mirarlas me congelé, esas imágenes dibujaban un acto atroz, las paredes blancas empapadas de sangre, toda esa gente, era una pesadilla a color. Todos esos ojos con una sed innegable de venganza me miraban fijamente, sentí una fuerte presión en la sien, un sentimiento de culpabilidad me inundó repentinamente, no entendía el motivo, pero me estaba matando. Esta vez se levantó un hombre, arrastró la silla y el roce con suelo me produjo escalofríos. Colocó sobre la mesa un maletín negro, sacudió el polvo que lo cubría con la manga de la camisa y finalmente lo abrió, dejando al descubierto dos carpetas y una bolsa plástica, en la que se leía con letras un tanto borrosas: “Pruebas físicas del delito”. No tenía manera de saber con certeza qué contenían las carpetas, pero la transparencia del envase de plástico no se tomó muchas molestias en ocultar su contenido. La plata brillaba cegadoramente, cuando la luz se reflejaba en su superficie, el mango estaba cubierto de sangre, no era una ilusión óptica, era la prueba irrefutable de un delito, un arma blanca.

Se me nubló el sentido, todo se tiñó de un desconcertante color negro y finalmente caí desplomada al suelo. Desperté un par de horas después en mi habitación. Me encontraba aturdida, como si me hubiesen atinado un golpe en la cabeza con algo contundente, me incorporé, intenté levantarme pero mis piernas estaban atadas a la cama. Me parecía que todo daba vueltas, estaba demasiado mareada como para pensar con claridad. Era inútil intentar salir de ahí, pese a todos mis esfuerzos por ocultarlo, alguien había descubierto mi pequeño secreto. La roja noche que marcó mi vida, ya no era mi historia, pronto la policía lo comunicaría a la prensa y un grupo de ángeles vestidos de blanco entrarían a mi habitación para llevarme más lejos aún. Estaba tranquila, yo no estaba loca, simplemente me gustaba divertirme a mi manera…