Iciar Hernández Pineda, Finalista del «II Certamen de Relato Corto» del Colegio Virgen del Mar

Crónicas de un viaje interminable

Es 15 de julio de 1945 y me ahogo. Sé que solo llevamos aquí poco más de tres años y que aún nos queda mucho por delante, pero me ahogo. La espera me ahoga, la desesperación me ahoga, saber que puede que muera por ahogamiento antes de llegar a nuestro destino, me ahoga. Prácticamente me estoy muriendo aquí dentro y no puedo hacer nada al respecto. Pero debo continuar, sé que debo continuar. Se lo debo a ellos. Me lo debo a mí. Como cada mañana me despierto y me doy cuenta de que nada ha cambiado, de que sigo encerrada aquí dentro, rodeada de extraños, personas que incluso después de tres años, no son nada más que eso, extraños. Pero la vida continúa, o al menos eso dicen.

 

Grito. Grito porque lo necesito, grito porque nadie está escuchando. Es en ese momento cuando me doy cuenta de que no puedo respirar, de que las gotas de agua me llenan los pulmones de tal manera que soy incapaz de respirar, de que no me importa. Salgo de la ducha, y una corriente de realidad en forma de aire frío me recorre, recordándome que debo seguir.

 

Me muero de hambre y me dirijo a la cocina. De camino me veo a Pam, quien como siempre se encuentra dando vueltas sin sentido y murmurando cosas prácticamente inaudibles. Es en ocasiones como esta, cuando pregunto si alguien alguna vez se ha parado a escucharla. Intento alejar ese pensamiento de mi cabeza, principalmente porque son las ocho de la mañana y no tengo ni la fuerza ni el ánimo necesarios para ese tipo de preguntas.

 

Llego a la cocina y ahí está él, como todas las mañanas desde hace más de tres años. Descafeinado con leche. Noto como baja por mi cuerpo. Me quema, pero está bien. Me pregunta cómo he dormido y siento que por primera vez hay alguien al que verdaderamente le interesa la respuesta. Pero le miento, le miento porque es más fácil así. Me mira y por un momento olvido que estoy aquí.  Es ahí cuando me doy cuenta de lo mucho que lo necesitaba.

 

Estoy de camino a la sala de mando cuando me detengo. Me detengo en seco. Me toma unos segundos procesar lo que acaba de pasar. En cuanto lo hago, me doy la vuelta desesperadamente esperando verla allí. No lo hago, lo cual me desespera aún más. Consigo el autocontrol suficiente para pararme a asimilar. Intento buscarle una explicación racional. No la hay. Salgo corriendo, sin idea alguna de adonde me dirijo. Simplemente corro, corro por mi vida, corro porque siento que si no lo hago, puede que muera allí mismo. No sé por cuánto tiempo estoy así.