Por Miranda Trujillo, Finalista del «II Certamen de Relato Corto» del Colegio Virgen del Mar

Recuerdos irrecuperables

Mis vacaciones de verano las pasaba siempre en la pequeña casa de mi abuelo, junto al mar. La había construido y decorado con delicadeza él mismo. Viajaba habitualmente cuando era joven. Se maravillaba por cada lugar al que iba y siempre se traía consigo un detalle que le recordase a él, puesto que amaba la naturaleza y la mezcla de culturas de cada país. Con estos recuerdos adornaba su casa, llenándola de plena diversidad. Allí me enseñó a pescar, a examinar mi entorno, a admirar la belleza. Era un hombre lleno de conocimiento. No obstante, aquel no era el lugar donde había nacido. Era una zona de la que precisamente se había enamorado en uno de sus trayectos internacionales.

Él siempre me recordaba lo agradecido que estaba de haber tenido la suerte de poder visitar todos los continentes. En Latinoamérica, quedó encantado de su gente, de su cultura; en África de su fauna, en Australia de sus paisajes, en China de su estilo de vida; y así con toda su lista de destinos. En cada uno de ellos, se alojaba en construcciones humildes donde tenía lo suficiente para vivir. Aprendió de esta manera, la importancia de ser conscientes de la fortuna que es tener los bienes materiales que la mayoría de nosotros tenemos el privilegio de poseer. Tras unos años recorriendo nuestro querido planeta, finalmente llegó a un lugar remoto, desconocido para la mayoría. Se sintió desde el primer instante como en su verdadero hogar, donde yo me hospedaba en los meses calurosos del año. Cuando él llegó, me contaba que no se hallaban más que unas complejas viviendas de extranjeros adinerados, en las montañas. Las cordilleras daban ese aspecto hogareño, a la vez que misterioso en el invierno, cuando la espesa niebla se ubicaba rodeándolas desde atrás. Por esta zona, sus habitantes más ancianos recolectaban los frutos de los arbustos e incluso algunos sembraban sus semillas. Era hermoso contemplar la variedad del entorno, cuando los cultivos crecían y formaban estructuras lineales en la tierra mojada de la lluvia. Las casas más modestas se situaban todavía más cercanas a la costa, como es el caso de la de mi abuelo. Ellos se dedicaban a la pesca y a la navegación. Los barcos se alejaban de la orilla en el atardecer, haciéndose insignificantes en comparación con el gran sol que se escondía de nuevo en sincronía. Poco a poco fueron apareciendo más visitantes, que al igual que todos nosotros, se quedaban anonadados por su encanto.  Entonces, se fueron construyendo más infraestructuras y se renovaron otras. Como por ejemplo su famoso faro, que por alguna razón se convirtió en uno de nuestros símbolos más característicos, y además fue reconstruido por mi abuelo y algunos de sus vecinos. Aquel lugar era maravilloso. Incluso dio ocasión a ciertas leyendas que contaban los octogenarios, aquellos que tuvieron la primera visión de planificar aquello como un futuro pequeño pueblo. Contaban que en la noche cuando todos dormían, las luces del faro despertaban a unos gigantes de arena que emergían del mar sobre el alborotado oleaje. Emitían un silbido que se hacían todavía más graves cuando se situaban entre las montañas. Se trataban de seres mágicos que nunca nadie pudo afirmar con seguridad haber visto. Con el tiempo, esta pequeña aldea se hizo algo más popular. Se veían cada vez más visitantes nuevos que se presentaban allí con la finalidad de convertirlo en un lugar turístico, por el tremendo potencial que atesoraba. Todos sus residentes se opusieron a esto. Ellos defendían la importancia de mantenerlo tal y como estaba, porque realmente su encanto se trataba de eso. Para nuestra desgracia, el dinero supuso un motivo y poder superior al que nosotros podíamos ejercer.

Desde ese momento, ya ese dejó de ser el sitio en el que yo desarrollé la mayor parte de mis bonitos recuerdos de mi infancia. Ni su paisaje, ni su olor, ni su atractivo eran el mismo. Todo había desvanecido, se había convertido en un lugar más, explotado por los humanos. Se llevaron mis vacaciones agradables con mi abuelo, me arrebataron la paz que sentía al caminar junto a él por la playa con mis pies descalzos sobre la dorada y ardiente arena o al pescar junto a él.

Desde entonces, se narra que los gigantes de arena salían de las aguas, más agitadas que nunca, queriendo mostrar su enfado, y esta vez estos seres de fantasía aullaban de dolor. De dolor y desesperación porque aquel prodigioso hogar, ya no lo era.